Odiseo ya no vive aquí (Eyes Wide Shut, Stanley Kubrick 1999)
Introducción: Masculinidad en el umbral del siglo XXI
A las puertas del nuevo milenio, el cine estadounidense vivió una ola de representaciones centradas en la crisis del varón blanco heteronormativo: El club de la lucha (Fight Club, David Fincher 1999), American Beauty (Id., Sam Mendes 1999) o Matrix (The Matrix, Lily & Lana Wachowski 1999) exponen de diversas formas el colapso de un modelo de subjetividad masculina forjado sobre el control, el poder y el deseo unilateral. En ese clima, Eyes Wide Shut se instala como una anomalía y un espejo: sin espectacularidad ni violencia explícita, desde la flacidez más que desde la castración, la película de Kubrick plantea la deconstrucción de la masculinidad como una odisea nocturna, íntima, donde el protagonista se enfrenta no a monstruos externos, sino al desmoronamiento de su propia posición simbólica.
Esta lectura se inscribe en el marco del análisis político de la imagen, entendiendo al cine como aparato de representación ideológica y, simultáneamente, como terreno de confrontación donde rivalizan los principios enfrentados de cada época. Así, Bill Harford, médico de clase alta, marido, padre, icono idealizado de lo varonil, es también la sinécdoque viva de una masculinidad que, sin aviso previo, ha dejado de ser hegemónica pero aún no ha sido sustituida: es el Ulises contemporáneo, perdido no en el mar, sino en el deseo del Otro(a). Más aún, su travesía profetiza, como si fuera una maldición hecha por Casandra desde las ruinas de Troya, las fisuras de la heteronormatividad que el siglo XXI exacerbaría —con movimientos como #MeToo o las redefiniciones de género—, donde el privilegio masculino se ve obligado a confrontar su obsolescencia sin un guion claro para la reinvención. Tom Wolfe ha muerto y el rey de Ítaca/Manhattan ya no tiene quien le escriba.
2. El viaje iniciático: de Ítaca al laberinto burgués
Empecemos pues la singladura. La película, tras un prólogo festivo que nos introduce a los protagonistas y nos muestra las primeras claves para desentrañar su tesis (no puedo dejar de señalar aquí a ese émulo de Drácula llamado Sandor Szavost que incide en la imagen de la masculinidad clásica como un no-muerto trasnochado) toma vuelo con la confesión de Alice Harford (Nicole Kidman), quien revela a su marido que estuvo dispuesta a abandonar todo (matrimonio, hijos, posicional social) por una fantasía con un oficial naval con el que ni siquiera llegó a cruzar palabra. Este relato —mínimo en hechos, máximo en carga simbólica— actúa como el equivalente cinematográfico del viento de Poseidón en el relato homérico, desviando a Bill de su cómoda Ítaca doméstica. La narración de Alice es algo peor que una infidelidad, es una revelación epistemológica, la ruptura del marco simbólico del matrimonio donde el hombre posee, domina, el erotismo femenino. Para Bill, su hogar ya no es un espacio de certeza, sino una escenografía donde la masculinidad se ve desprovista de su rol rector. Penélope ha dejado de tejer fidelidades y ahora teje sus propios anhelos. La herida narcisista que abre la confesión de Alice no se cura con la negación, sino que activa en Bill una necesidad compulsiva de reafirmación viril.: volver a ser la mirada que cosifica, el cuerpo que penetra, el rey en su trono.
A partir de ahí, la noche deambulante de Bill se configura como una katabasis contemporánea: un descenso al inframundo del ego masculino herido. Cada encuentro —con la prostituta Domino, con la hija del difunto Nathason, con la chica de la tienda de disfraces, con la orgía de Somerton— constituye una estación simbólica que le devuelve su impotencia frente al deseo ajeno. Su travesía no es heroica, sino espectral. Bill no actúa: observa, reacciona tarde, compra tiempo. Su espada —estatus económico, saber médico, privilegio racial y de clase— se muestra inútil frente a unos códigos que ya no controla.
Kubrick refuerza esta sensación de desorientación con una estética deliberada: los planos especulares con los cristales como espacios liminales entre el ego y el subconsciente, la iluminación fría y clínica de los interiores que contrasta con las sombras cálidas pero opresivas de la noche. Todo, en el mundo de Bill parece atrapado entre la razón estéril y un deseo que ya no puede habitar. Los planos simétricos, marca del director, no ofrecen aquí estabilidad, sino una sensación de trampa: Bill camina por un laberinto burgués donde cada puerta promete una salida y cada espejo refleja su propia insuficiencia.
3. Escenarios del patriarcado: del consultorio a Somerton
Kubrick, siempre obsesivo es su perfeccionismo formal, también construye los espacios de Eyes Wide Shut como alegorías del declive patriarcal, y su estilo visual amplifica esta lectura. El consultorio médico, bañado en luz blanca y funcional, representa el viejo mundo de la razón instrumental, donde el varón interpreta y domina el cuerpo del otro(a). Domino, la prostituta, encarna la transacción patriarcal clásica: sexualidad como objeto de consumo. Pero cuando Bill intenta acceder a ese orden, es interrumpido —ella está enferma—, revelando que el sistema ya no garantiza placer ni control. La cámara de Kubrick, con sus movimientos lentos y su distancia calculada, subraya esta impotencia: Bill no es un conquistador, sino un voyeur atrapado en su propia mirada.
La mansión de Somerton, núcleo del film, parodia los ritos secretos del patriarcado: un teatro de máscaras donde mujeres desnudas son ofrecidas como objetos rituales, pobres mercancías de un mercado de lujo. La composición visual —simetrías rígidas, tonos dorados saturados, cuerpos dispuestos como esculturas— evoca un culto arcaico, pero su teatralidad lo desenmascara como un espectáculo obsoleto, como un escenario del poder patriarcal en decadencia. Los encapuchados no son dioses, sino patéticos restos fosilizados de una hermandad que solo sobrevive en rituales clandestinos. El personaje de Bill, que entra sin comprender, es expulsado no por su rebeldia, sino por su ineptitud, la de un farsante intentando adoptar el rol de patriarca, la de un eunuco en el Kanamara Matsuri, la de la derechita cobarde (si me permiten la transgresión política). La escena revela el carácter hueco de estos códigos: lo sagrado ha devenido en una nostalgia del orden fálico. Como señala Slavoj Žižek en The Pervert's Guide to Ideology, la orgía aquí no es transgresora, sino conservadora: un intento fallido de resucitar un poder que ya no seduce. Las capuchas recuerdan las de la Inquisición. Las máscaras, leitmotiv visual de Kubrick, no ocultan identidades, sino la ausencia de un rostro detrás del ritual.
4. Las sirenas del deseo femenino: Alice como sujeto
Sin embargo, el punto de ruptura más radical del film no está en Somerton, sino en el relato de Alice. Es su narración la que hace que lo real irrumpa en el mundo simbólico de Bill. Como decíamos, la mujer ya no es la Penélope fiel de Homero, sino un sujeto deseante, autónomo, capaz de fantasear fuera del autogenerado guion marital. Su confesión, narrada sin emoción ni crueldad, produce una fisura ontológica: revela que el deseo femenino no es domesticable. A diferencia de Bill, epítome de lo masculino que actúa pero no desea genuinamente, Alice desea sin actuar. Su goce es oral, opaco, inasible.
La figura de Alice entonces puede ser leída como aquella que escapa a la lógica de lo masculino, del deseo que totaliza. Su subjetividad se articula en un plano distinto: no se subordina, no se exhibe, no se somete. En este sentido, Kubrick subvierte la mirada masculina tradicional del cine: la mujer no es objeto de deseo, sino síntoma de la falta del varón. Visualmente, esto se refleja en los primeros planos de Nicole Kidman: su rostro, sereno pero impenetrable, rompe la expectativa de sumisión. Alice no seduce como las sirenas de Homero; desestabiliza al exponer que el héroe ya no es quien controla la narrativa.
5. Contexto histórico: fin de siglo, fin del héroe
Estrenada en 1999, Eyes Wide Shut dialoga con el clima cultural del fin del siglo XX: la caída de las utopías, el auge del capitalismo financiero, el desencanto posmoderno con el relato del progreso. La masculinidad que retrata es la del profesional urbano que ha perdido el control simbólico sin adquirir herramientas para reinventarse. Bill no es un monstruo ni un villano: es un hombre desorientado. Pero esta desorientación trasciende su momento histórico: prefigura las tensiones de la heteronormatividad en el siglo XXI, donde el privilegio masculino se enfrentará a cuestionamientos sistémicos —desde el #MeToo hasta las identidades no binarias— que desmantelarán (aún más) su hegemonía sin ofrecer a cambio un sustituto claro.
A diferencia de otras odiseas modernas de 1999, la respuesta de Eyes Wide Shut a este abismo identitario es singular. En El club de la lucha, la crisis masculina estalla en una violencia nihilista: Tyler Durden destruye para reconstruir un mito viril primitivo. En Matrix, Neo trasciende la impotencia a través de una redención mesiánica, reafirmando al héroe como salvador. Bill, en cambio, no encuentra catarsis ni epifanía. Su naufragio es melancólico, no heroico. El patriarcado no cae en llamas, como en El club de la lucha, ni se transforma en un nuevo orden, como en Matrix; se desvanece como una fiesta a la que nadie quiere ir, pero todos temen abandonar. El ritual en Somerton, coreografía de silencios y sumisiones, es el eco hueco de un poder que ya no fascina, solo amenaza.
6. Conclusión: La odisea como ciclo infinito
El regreso de Bill al hogar no es una reconciliación, sino una tregua. Una de las últimas frases de la pelicula "Ningún sueño es solo un sueño" resume la paradoja: el despertar del varón no es epifánico, sino incierto. El antifaz sobre la almohada es solo un recordatorio de su fracaso. Bill es solo un espectador de su propia obsolescencia. La herida no se cierra, el viaje no concluye, la masculinidad ya no es un puerto al que volver, sino un interrogante sin mapa. Kubrick acentúa esta ambigüedad con los últimos planos domésticos que, lejos de ser cálidos, conservan la frialdad de su paleta visual: la familia Harford está unida, pero atrapada en un decorado que parece a punto de disolverse.
Kubrick, en su lúcida ambigüedad, no ofrece soluciones pero señala el problema con precisión: la masculinidad contemporánea es un ritual vacío, una serie de gestos aprendidos (el matrimonio, el consumo sexual, el estatus profesional) que ya no sostienen una identidad coherente, la máscara ya no oculta nada, porque se ha fundido con el rostro. Bill, como Ulises, navega sin mapa, pero a diferencia del héroe antiguo, no hay dioses que lo guíen, solo espejos que le devuelven su propio desconcierto. La verdadera odisea no es atravesar mares ni vencer monstruos, sino aceptar que el deseo del Otro no se posee, se escucha. Su batalla es contra el mandato de ser el que sabe, el que provee, el que desea por ambos. La película, como espejo de época y profecía del siglo XXI, nos devuelve la imagen de un Ulises que ya no debe volver a Ítaca, debe aprender a habitar su naufragio.