Mujeres en la ventana (The Deep Blue Sea, Terence Davies 2011)
Londres, 1950. La voz en off de una mujer escribiendo la que, probablemente, sea la última carta que le dedica a su amante (en ella expresa su deseo de morir) y un lento travelling que arranca a nivel de suelo, mostrando las heridas que ha dejado el blitz en el corazón de la City, para rematar su viaje, trepando con la hiedra que rompe la monotonía de la fachada, en la ventana del segundo piso de una vieja casa victoriana, donde esa misma mujer espera.
Mujeres tras la ventana, quizás ese podría ser un buen título para encuadrar la naturaleza de la presencia femenina en la filmografía de Terence Davies. Mujeres que esperan, mujeres que aman. Porque sí, la naturaleza de la pasión tiene género femenino en la obra del cineasta de Liverpool. Frente al calculador egoísmo androcéntrico (en el peor de los casos) o a la sensibilidad deshecha por la guerra o la miseria (en el mejor), la mujer posee en exclusiva la propiedad del sentimiento en su universo fílmico. Un sentimiento que Davies recoge, con su habitual lirismo, en un acto tan poco humanista a priori como es el suicidio que prologa The Deep Blue Sea. La amarga rudeza de la muerte se diluye en suaves fundidos a negro y en un conjunto de primeros planos y planos detalle que anticipan que, en el fondo, todo se trata más de un cri de coeur que de un afán genuino de poner punto final a la existencia.
El extraordinario arranque de la película se completa con un conjunto de flashbacks engarzados unos sobre otros como un juego de muñecas rusas o, más bien, de elementos contrapuestos: la apacible, casta vida marital (marido y mujer no aparecen juntos en el mismo plano) y el fuego del hogar como reflejo de la pasión perdida sobre el rostro de Hester/Rachel Weisz vs. la actitud galante y cercana de Freddie/Tom Hiddleston; el inocuo beso en la mejilla tras la conversación intrascendente vs. el reencuentro de los dos amantes tras el lapso de la guerra. Todo culminando en el plano cenital que enmarca el encuentro sexual de la pareja: los cuerpos enlazados, indistinguibles, perdidos en una maraña de piernas y, finalmente, Hester saboreando con su lengua la piel del amante dormido. Apenas cuatro esbozos en dos minutos de metraje y ya la personalidad, las motivaciones de cada personaje quedan perfectamente definidas: la abulia sentimental del esposo, el sometimiento de Freddie a los recuerdos de la guerra y la inextinguible capacidad pasional de Hester. Aquí, de nuevo y ya definitivamente, descubrimos que el amor, puro, sin elementos que lo mediaticen, es únicamente femenino en el mundo de Terence Davies.
Tan solo queda, tras esta sintómatica presentación, descender por un angosto camino del que, ya desde su cumbre, logramos atisbar sus requiebros. Reconocer como cada elemento se repite y se expande, sin perder su proporciones originales, para volver, al final, ya completado el círculo, donde todo comenzó. A una mujer de nuevo sola en la misma habitación: como antaño, una mujer tras la ventana, otra vez una mujer esperando, esta vez, sin nadie a quien esperar.
Texto publicado originalmente en la revista V.O.S.