Kaja cogió su fusil (Die Brücke, Bernhard Wicki 1959)
«Ucrania debería reclutar para la guerra a los jóvenes de entre 18 y 25 años»
Anónimo. Alto funcionario estadounidense de la administración Biden (Noviembre 2024)
«Europa debe prepararse para la guerra»
Kaja Kallas, Alta representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad (Enero 2025)
«El patriotismo es el último refugio de los canallas»
Samuel Johnson, poeta y ensayista (Abril 1775)
En 1959, cuando Bernhard Wicki filmaba su obra maestra antibélica El puente, probablemente no imaginaba que, casi setenta años después, la vería convertida en una suerte de profecía cumplida, en un recordatorio obstinado de aquello que Europa parecía haber aprendido para posteriormente olvidar deliberadamente. La película, basada en hechos reales, narra con una frialdad casi documental el destino de siete adolescentes alemanes que, en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial, son enviados a defender un puente sin valor estratégico en su pueblo natal. Con una precisión quirúrgica, Wicki disecciona el proceso por el cual estos jóvenes, adoctrinados en los valores del nacionalsocialismo, transitan desde el entusiasmo idealista hasta la confrontación con la realidad brutal de la muerte. La película no escatima en mostrarnos el colapso definitivo de estos cuerpos aún en formación, perforados por balas, destrozados por granadas, convertidos en despojos sanguinolentos sobre el asfalto de un puente trivial que nadie recordará. El puente es, ante todo, un retrato descarnado del sinsentido, una advertencia contra el uso de la juventud como carne de cañón en nombre de los grandes ideales abstractos.
Aquella Europa que vivió el horror de dos guerras mundiales parece estar sufriendo actualmente una peculiar amnesia selectiva, un borrado de su memoria traumática que hace posible que la retórica militar vuelva a invadir el discurso público sin despertar la resistencia que cabría esperar. Los recientes conflictos en Ucrania y las crisis fronterizas han servido como catalizadores de un renovado culto a lo militar que, si bien no alcanza las cotas del militarismo fascista, sí comparte con éste algunos mecanismos inquietantemente similares.
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Más allá de su contenido narrativo, El puente destaca también por una puesta en escena deliberadamente sobria, casi espartana, que intensifica su tono de denuncia. Bernhard Wicki evita los excesos melodramáticos y opta por una dirección contenida, lo que convierte cada momento de violencia en un gesto brutal precisamente por su falta de espectacularización. La cámara rara vez se aleja del nivel del suelo, acompañando a los adolescentes a ras de tierra, reforzando la sensación de encierro y fatalidad. No hay planos heroicos ni música triunfalista: solo cuerpos adolescentes atrapados en un absurdo mortal. La luz grisácea, los encuadres cerrados y el uso casi documental de la cámara de mano acentúan una atmósfera de inmediatez angustiosa.
En términos narrativos, Wicki aplica una estructura progresiva que no se limita a mostrar el descenso al horror, sino que lo construye con una lógica interna irrefutable: cada escena funciona como una pieza más en la demolición del mito de la guerra gloriosa.
También es importante señalar cómo El puente subvierte ciertas convenciones del cine bélico: no hay enemigos demonizados, ni siquiera un antagonista claro. El único antagonista real es la ideología que ha formado a esos jóvenes y los ha lanzado a la muerte sin propósito. En este sentido, la película anticipa una crítica estructural al militarismo que solo décadas más tarde empezaría a articularse con fuerza desde el cine antimilitarista moderno. No se trata simplemente de mostrar el horror de la guerra, sino de desmantelar los mecanismos que la vuelven posible y deseable para los Estados.
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No es casualidad que Paul Verhoeven, en su brillante sátira distópica Starship Troopers (Id., Paul Verhoeven 1997), ya predijera con asombrosa exactitud los mecanismos propagandísticos que hoy vemos desplegarse en tiempo real. Aquellos cuerpos moldeados de Casper Van Dien y Denise Richards prometiendo deseo, aquellos anuncios de reclutamiento incrustados en la narrativa de la película prometiendo aventura, camaradería y sentido vital, parecen haber saltado de la pantalla a nuestra realidad inmediata. Como si la ficción hubiera servido de manual de instrucciones en lugar de advertencia.
¿No es acaso esta portada de Vogue, con sus atractivos soldados en poses desenfadadas enmarcando a una modelo que juguetea con una chaqueta militar, la encarnación perfecta de esta estetización de la guerra? La imagen resulta particularmente perturbadora cuando la yuxtaponemos mentalmente con los fotogramas finales de El puente: los mismos rostros juveniles, pero ahora congelados en la mueca final del horror, los mismos cuerpos atléticos, pero descoyuntados por la metralla. El contraste revela la obscena operación de borrado que las sociedades contemporáneas realizan sobre la realidad de los conflictos bélicos.
Porque si algo caracteriza a la representación actual de lo militar es precisamente su desconexión radical con las consecuencias físicas de la violencia. Los videojuegos de guerra contemporáneos, con su hiperrealismo gráfico y su nula representación del sufrimiento humano, constituyen quizás el ejemplo más flagrante de esta disociación. Títulos como Call of Duty ofrecen experiencias inmersivas que simulan el fragor del combate sin mostrar jamás sus consecuencias: no hay cuerpos mutilados, no hay secuelas traumáticas, no hay familias destruidas. La muerte es siempre reversible, el sufrimiento inexistente, la heroicidad garantizada. Un mecanismo de gamificación que encuentra su correlato en las estrategias de reclutamiento de los ejércitos modernos.
El peligro de estas narrativas no reside únicamente en su carácter falsario, sino en la forma en que reconfiguran nuestra percepción de los conflictos reales. Cuando los medios de comunicación mainstream nos presentan las guerras actuales a través de imágenes asépticas de tecnología militar avanzada, infografías estratégicas y análisis geopolíticos desprovistos de cualquier dimensión humana, están reproduciendo implícitamente los mismos mecanismos de deshumanización que hicieron posibles las atrocidades del siglo XX. El ciclo informativo 24/7 ha convertido la guerra en un espectáculo más, consumible entre anuncios comerciales y pronósticos del tiempo.
A diferencia de la propaganda bélica clásica —que operaba mediante la exaltación directa de valores patrióticos— la nueva estetización es mucho más insidiosa. Funciona por seducción estética, no por imposición ideológica. En este nuevo régimen visual, la guerra no se representa como tragedia ni como sacrificio, sino como una forma de estilo de vida, como una identidad deseable. Uniformes ajustados, filtros cálidos, miradas intensas a cámara: todo está pensado para maximizar el impacto afectivo y la viralidad.
Esta estetización no es inocente. Al separar lo militar de su función destructiva, se genera una suerte de neutralización simbólica: el uniforme ya no remite al combate, sino al carisma; la escuadra táctica ya no sugiere letalidad, sino estética de grupo; el armamento, lejos de evocar muerte, se convierte en accesorio visual. Así, se produce una desconexión radical entre imagen y realidad: las armas dejan de ser instrumentos de muerte para convertirse en parte del atrezo identitario.
Este proceso no ocurre únicamente en las redes sociales: también está presente en los videojuegos, las series, la publicidad y la moda. El mercado ha aprendido que lo militar vende, siempre y cuando se presente con el envoltorio correcto. En ese sentido, vivimos una mutación de la lógica expuesta por Walter Benjamin: ya no se trata solo de estetizar la política, sino de cosificar la violencia, de convertirla en contenido premium, en estilo de vida. Lo que se transmite no es el horror de la guerra, sino su potencia simbólica como vehículo de sentido, de pertenencia, de virilidad o de empoderamiento.
Y todo esto ocurre en una época en la que las imágenes de guerras reales circulan simultáneamente por nuestros dispositivos. Pero incluso esas imágenes —las reales, las crudas, las documentales— son cada vez más marginales, desplazadas por una iconografía curada, filtrada, estetizada. Se impone una anestesia visual que hace posible que la guerra conviva con nuestro scroll diario sin provocar disonancia cognitiva. El algoritmo no tolera el dolor sin envoltorio.
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Si hay un elemento que persiste con tenaz constancia en los relatos bélicos —más allá de los cambios tecnológicos, ideológicos o estéticos— es la dimensión de clase. La guerra, incluso en su versión más modernizada, continúa alimentándose mayoritariamente de los cuerpos de quienes tienen menos opciones. Los jóvenes reclutados no suelen ser los herederos de élites culturales o económicas, sino aquellos para quienes el ejército representa una promesa de movilidad social, una salida del tedio vital, una vía hacia la autorrealización que el mercado civil les niega sistemáticamente. En Alemania, por ejemplo, el 60% de los reclutas del Bundeswehr proviene de hogares con ingresos bajos, un patrón que se repite en Reino Unido, donde el 70% de los soldados rasos pertenece a áreas desfavorecidas.
Desde Estados Unidos hasta Rusia, pasando por Europa del Este o América Latina, los discursos de reclutamiento están cuidadosamente diseñados para interpelar a los sectores precarizados, a los que habitan en los márgenes del "éxito" neoliberal. En este sentido, las estrategias actuales no son sino una versión puesta al día de aquel viejo pacto implícito: tú pones el cuerpo, nosotros te prometemos sentido, pertenencia, y si tienes suerte, una beca.
El puente, sin hacerlo explícito, deja entrever esta dimensión: los protagonistas no son jóvenes con futuro asegurado, sino adolescentes comunes atrapados en un contexto que los excede y los moldea. La escuela, la familia, el Estado: todos los dispositivos de socialización conspiran para convertirlos en soldados obedientes. Lo que la película muestra con crudeza es que el sacrificio exigido a esos muchachos no es un acto de valentía individual, sino el resultado de una estructura que los ha programado para morir sin cuestionar.
Esta explotación de las clases más vulnerables no es un accidente histórico, sino un engranaje esencial del militarismo que se perpetúa porque hemos olvidado las lecciones del pasado. Si los cuerpos de los jóvenes precarizados son los primeros en ser sacrificados, es porque nuestras sociedades han normalizado la idea de que algunos son más desechables que otros. Esta amnesia colectiva, que borra el horror de las guerras pasadas y embellece la violencia presente, no surge de la nada: es el resultado de un proceso cultural y político que desmantela la memoria histórica y reemplaza los relatos de resistencia con narrativas de confrontación.
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La pregunta que surge inevitablemente entonces es: ¿cómo hemos llegado a este punto? ¿Cómo ha sido posible que una generación educada en los valores del pacifismo y la cooperación internacional haya normalizado tan rápidamente el retorno de las narrativas militaristas? Quizás la respuesta radique en la confluencia de varios factores: la erosión gradual de la memoria histórica directa (con la desaparición física de quienes vivieron los horrores de la Segunda Guerra Mundial), la intensificación de las ansiedades identitarias en un contexto de globalización acelerada, y la crisis de los grandes relatos emancipadores que ha dejado un vacío ideológico que los discursos nacionalistas están ávidos por ocupar.
En este contexto, recuperar El puente no es un mero ejercicio cinéfilo, sino un acto de resistencia cultural. La película de Wicki nos ofrece un antídoto contra la banalización contemporánea de lo bélico: nos muestra sin filtros ni concesiones el destino real de aquellos jóvenes que, seducidos por la retórica patriótica, descubren demasiado tarde que han sido traicionados por quienes debían protegerlos. Frente a la amnesia promovida por medios y sistemas educativos que embellecen la guerra, El puente insiste en la importancia de mirar el horror de frente, de confrontar los cuerpos destrozados que ninguna portada de Vogue o videojuego de Call of Duty se atreve a mostrar.
Existe, sin embargo, una diferencia fundamental entre el contexto original de El puente y nuestro presente: los jóvenes de 1945 fueron engañados, pero no tenían acceso a la información que hubiera podido desmentir la propaganda del régimen. Los jóvenes de 2025, por el contrario, tienen a su disposición todo el archivo histórico de la humanidad, todas las evidencias documentales sobre la naturaleza real de la guerra. Y, sin embargo, siguen cayendo en las mismas trampas discursivas, seducidos por las mismas promesas huecas de heroísmo y trascendencia.
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Quizás el verdadero legado de El puente no sea su denuncia del militarismo nazi, sino su intuición profunda sobre una constante antropológica: la facilidad con que las sociedades de cualquier signo político instrumentalizan a su juventud, la convierten en moneda de cambio en las transacciones geopolíticas, la sacrifican en nombre de abstracciones como "patria", "honor" o "seguridad nacional". La película nos recuerda que, bajo la retórica grandilocuente de los Estados-nación, subyace siempre la realidad cruda de cuerpos concretos, vulnerables, destinados al matadero para preservar intereses que raramente son los suyos.
En este sentido, la portada de Vogue a la que hemos hecho referencia no es simplemente una desafortunada operación de marketing, sino el síntoma de una patología cultural más profunda: la incapacidad de nuestras sociedades para confrontar honestamente la realidad de la guerra, su insistencia en envolver el horror en el papel brillante de la estetización. Wicki, con su cámara implacable que no nos ahorra ni uno solo de los detalles de la destrucción física de aquellos adolescentes, nos niega precisamente ese consuelo, nos obliga a mirar lo que preferiríamos ignorar.
Y esto es, en última instancia, lo que hace de El puente una obra más relevante hoy que nunca: su rechazo a la mentira consoladora, su compromiso radical con mostrar el precio real que pagan los cuerpos jóvenes cuando las sociedades deciden que son desechables. En un momento en que la guerra vuelve a ser presentada como un videojuego, un desfile de moda o una oportunidad para la "autorrealización personal", necesitamos más que nunca este recordatorio descarnado de lo que realmente significa enviar a morir a quienes apenas han comenzado a vivir.
La memoria de aquellos siete muchachos, ficcionalizados pero basados en personas reales que murieron en circunstancias similares, debería servir como contrapeso a todas las portadas glamourosas, a todos los videojuegos que trivializan el combate, a todos los geoestrategas de Youtube con camisa hawaiana y mirada incel que alientan guerras en las que nunca participarán, a todas las campañas de reclutamiento que prometen aventura y camaradería sin mencionar las bolsas para cadáveres. Porque, como nos enseña El puente con despiadada claridad, el patriotismo puede ser el último refugio de un canalla, pero son siempre otros los que pagan el precio de ese refugio con su sangre.