Jonestown (Sirât, Oliver Laxe 2025)

20.06.2025

Sirât, la última película de Oliver Laxe galardonada con el Premio del Jurado en Cannes 2025, se presenta como una obra política y radical. Sin embargo, un análisis más profundo revela una serie de contradicciones fundamentales que cuestionan tanto su pretendida naturaleza política como su posicionamiento ético y estético. La película, que narra la búsqueda de una hija desaparecida en las raves del desierto marroquí, encarna paradójicamente una forma de despolitización que merece ser examinada con detenimiento.

La primera contradicción surge de la declaración del propio Laxe sobre el carácter político de su obra. El director reivindica para Sirât una dimensión de esa naturaleza que, sin embargo, se desvanece por completo en el tratamiento del territorio donde transcurre la acción. La película se sitúa en la frontera entre Marruecos y Mauritania, una zona atravesada por uno de los conflictos más prolongados y complejos del continente africano: la cuestión del Sáhara Occidental.

Esta ausencia no es casual sino profundamente reveladora. El conflicto saharaui, que lleva décadas marcando la geopolítica de la región, desaparece por completo de la pantalla. No hay rastro de la ocupación marroquí, de la resistencia saharaui, de los campos de refugiados, ni de las tensiones que definen cotidianamente ese territorio. Esta elisión no responde, presumiblemente, a una defensa del dominio marroquí sobre el territorio, sino a algo más problemático: la completa desconexión con la realidad política y social de la población local.

El punto de vista de Sirât no es el de quienes habitan y sufren ese territorio, sino el de los exiliados occidentales que lo utilizan como escenario para su búsqueda espiritual. El desierto se convierte así en un decorado exótico, despojado de su densidad histórica y política, reducido a paisaje sublime para el trance occidental. Esta operación de vaciamiento político del territorio revela una mirada profundamente colonial que instrumentaliza el espacio del otro para la experiencia mística propia.

La segunda dimensión problemática de Sirât reside en la propia concepción política que propone. Los protagonistas de la película encarnan una forma específica de entender la respuesta al horror contemporáneo: la huida hacia lo espiritual a través de las raves en el desierto. Esta no es simplemente la elección de los personajes, sino la postura que adopta el propio filme.

La película articula un discurso que podríamos denominar como "política del retiro": ante la complejidad y el horror del mundo actual, la respuesta no es la implicación transformadora sino la fuga hacia experiencias trascendentales. "No te impliques en los conflictos, huye hacia el desierto y busca la conexión real con Dios. Así encontrarás una cierta verdad", parece decirnos la película. Esta llamada a la desconexión se presenta como un gesto rebelde, pero funciona, en realidad, como una forma de conservadurismo.

Se trata de un conservadurismo new-age, que adopta los signos de la contracultura mientras evita cuidadosamente cualquier cuestionamiento real del statu quo. La espiritualidad rave se convierte en una válvula de escape que, paradójicamente, mantiene intacto el sistema que pretende criticar. Al presentar la búsqueda interior como alternativa a la acción política, Sirât no solo despolitiza el territorio que retrata, sino que despolitiza la propia experiencia del horror contemporáneo.

Esta operación resulta particularmente insidiosa porque se presenta bajo la máscara de la radicalidad. Los raveros del desierto aparecen como figuras transgresoras, pero su transgresión es perfectamente funcional al orden establecido: no amenazan ninguna estructura de poder, no cuestionan ninguna relación de dominación, simplemente se retiran a un espacio de pureza espiritual que les permite mantener la ilusión de estar al margen del sistema, descubriendo finalmente que el sistema también les puede alcanzar allí.

La tercera dimensión crítica de Sirât se inscribe en un fenómeno más amplio que atraviesa el cine contemporáneo de festivales. La película recurre a la violencia física contra sus protagonistas como estrategia de impacto, participando de una tendencia cada vez más visible en certámenes como Cannes. Esta no es, como podría parecer, una observación menor, limitada al ámbito especializado de la industria cinematográfica.

Cannes funciona como una especie de brújula del cine futuro, anticipando las tendencias que marcarán la producción cinematográfica de los próximos años. Al igual que los desfiles de moda que establecen los cánones estéticos venideros, el festival francés ejerce una influencia determinante en la orientación del cine de autor internacional. En este contexto, la proliferación de propuestas que utilizan la violencia extrema como marca de distinción artística resulta profundamente preocupante.

La deshumanización progresiva que caracteriza esta tendencia guarda inquietantes paralelos con otras manifestaciones culturales contemporáneas. Del mismo modo que los desfiles de moda que reivindican cuerpos anoréxicos mantienen una conexión evidente con las patologías alimentarias del mundo real, la normalización de la violencia extrema en el cine de prestigio contribuye a una desensibilización que trasciende las salas de proyección.

En el caso de Sirât, esta violencia se presenta como necesaria para el desarrollo espiritual de los personajes, como parte del calvario que conduce a la iluminación. Esta justificación pseudomística no hace sino agravar el problema: la brutalidad se sacraliza, se convierte en experiencia trascendental, se desvincula de cualquier crítica social para convertirse en puro shock estético.

Estos tres elementos —la despolitización del territorio, la espiritualidad conservadora y la violencia como estrategia artística— no son independientes sino que se refuerzan mutuamente en Sirât. La huida hacia lo espiritual justifica la desconexión política, mientras que la violencia proporciona el impacto emocional que suple la ausencia de compromiso real.

El resultado es una película que consigue la paradoja de presentarse como radical mientras evita cuidadosamente cualquier forma de radicalidad efectiva. Sirât ofrece la experiencia de la transgresión sin ninguno de sus riesgos, la sensación de profundidad sin ninguna de sus implicaciones, la ilusión de compromiso político sin ninguna de sus consecuencias.

Esta operación resulta especialmente problemática en un momento histórico marcado por crisis múltiples que exigen respuestas urgentes y comprometidas. Frente a la complejidad del presente, Sirât propone una forma de escapismo disfrazado de búsqueda espiritual que, bajo su apariencia progresista, contribuye al mantenimiento de las estructuras que genera el malestar del que pretende huir.

La película de Laxe encarna así una tendencia más amplia del cine de autor contemporáneo: la estetización de la despolitización, la conversión de la renuncia al compromiso en gesto artístico sofisticado. En un mundo que requiere urgentemente formas nuevas de implicación y transformación, Sirât ofrece, paradójicamente, una invitación al retiro místico que no puede sino leerse como una forma sutil pero efectiva de conservadurismo cultural.

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