I'm still only in Saigon

17.08.2023

Éste es el fin, decía Jim Morrison con su bronca voz de barítono mientras el napalm explotaba entre las palmeras de una playa anónima. La paradoja era que aquello no era el fin, en realidad tan solo era el principio pero... de qué manera explicar mejor las contradicciones de una guerra absurda sino a través del disparate y la insensatez. Aquello era el principio, sí, pero desde luego que también era el final. Era el final del Camelot de JFK, de la utopía de la democracia, ultrajada por los cadáveres de mujeres y bebés en las zanjas de Mỹ Lai, por un campesino anónimo caído junto a su buey de agua en una de las zonas de fuego libre en los arrozales del delta del Mekong, por los cuerpos entre los cascotes de un edificio en ruinas en una barriada de Hanoi tras el rugiente y metálico paso de los B-52. Dos millones y medio de muertos fue el tributo a pagar por los hombres y mujeres de Laos, Camboya y Vietnam para que el mundo se diera cuenta que, efectivamente, aquello era el final. Estados Unidos y, por extensión, la sociedad occidental jamás podrían recuperar su inocencia perdida, su fe infantil en la bondad. La brillantez de la fachada solo escondía de forma superficial la podredumbre de sus cimientos y el edificio no podía cambiar su destino. Desde Vietnam, todos estamos condenados por el tribunal de la conciencia colectiva. Desde Vietnam no existen nazis a los que culpar de Auschwitz. Desde Vietnam, nosotros somos los nazis.

© 2020 Martín Cuesta. Todos los derechos reservados.
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