Calais, Babilonia (Sous le soleil de Satan, Maurice Pialat 1987)

20.04.2020

Admitamos que el diablo es una construcción política, que más allá de su aliento sulfuroso y su tridente, lo que representa lo diabólico como concepto es la persistencia del mal. Del mal como elemento definitorio de la perversión de los tiempos y de las relaciones modernas, sí, porque en la visión intramuros de la realidad que proclama su existencia, cualquier relación alejada del templo se ve invariablemente perturbada por su presencia. Satán siempre vivió en Babilonia, en todas las Babilonia que en el mundo han sido.

Frente a esta igualación de lo diabólico con lo urbano ("In spite of all his imperfections, I'm a fan of man! I'm a humanist. Maybe the last humanist" decía el John Milton de Pactar con el diablo) sólo queda la arcádica opción del retiro monacal, de la rendición ante su triunfo ("Who, in their right mind, Kevin, could possibly deny the 20th century was entirely mine?" de nuevo en Pactar con el diablo) o bien sumergirse en la lucha, afrontar el miedo a la tentación, a la derrota espiritual, y viajar hacia los demás. Ese tránsito, de lo bucólico a lo perverso, será el que experimente el Donissan (Gerard Depardieu) de Sous le soleil de Satan. Reticente, en primer lugar, a abandonar su retiro, terminará encontrando, en la lucha con el Adversario, el verdadero sentido de su vocación religiosa. Es muy acertado, por tanto, que Pialat haga aparecer a su Satán precisamente en el viaje que el sacerdote emprende. Bien sea la plasmación física de las dudas del cura, bien la verdadera naturaleza encarnada del Anticristo, su poder se percibe con más fuerza en los momentos de cambio, cortado ya el nudo umbilical que une a nuestro protagonista con el seno de la Iglesia.

Mouchette, por su parte, la antagonista del sacerdote en el film de Pialat, representa aparentemente todo lo contrario: la huida hacia la ciudad como símbolo último de la libertad, siendo ésta, la libertad, el fin definitivo a conseguir por la humanidad. Aquí, claro, podríamos pensar en la naturaleza de lo diabólico desde otro punto de vista, asimilando su reino a un espacio no restringido por las normas del Dios-padre, una liberación del asfixiante yugo impuesto por las tablas de Moisés. Entre estos dos conceptos, en un principio absolutamente opuestos pero que necesitan justificarse en la presencia del otro, será donde se establezca el duelo que vertebra la película del director francés.

Pialat filma el encuentro entre Donissan y Mouchette como si ya existiera un conocimiento previo de los dos, no sólo en lo físico, sino en los secretos, miedos, ambiciones etc. que ambos guardan. ¿Por qué? Quizás porque ellos dos son sólo los últimos participantes de una pugna tan vieja como la Humanidad, el enfrentamiento entre el bien y el mal... o al menos entre dos formas opuestas de concebir ambos términos. Donissan libera de su culpa al hombre (hombre como especie, mujer como individuo en este caso concreto), culpando al diablo (volvamos a la definición del primer párrafo) como el motor que da fuerza a sus crímenes, motor del que Mouchette es tan sólo el último e indiferente eslabón. Ella, por el contrario, defiende la libertad individual y que puede traer consigo la elección del pecado, si no como consecuencia obligada, sí al menos como posibilidad real. Un libre albedrío que cobrará su trágico sentido al ser llevada a sus últimas y fatales consecuencias.


Texto publicado originalmente en Cine Divergente

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